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Si hay un discurso que desde los márgenes tecnológicos venimos repitiendo, hasta el punto de casi haberlo convertido en un cliché, es que las redes comunitarias vendrán para salvarnos de todos los males del escaparate en que el capitalismo industrial y la industria de la vigilancia han convertido el internet. Y quien dice redes dice su acepción más física: cables y antenas, la infraestructura por la que moveremos otros datos más o menos liberados a su vez.
Tiene su lógica, pues: frente a la centralización, el antídoto es descentralizar. Frente al expolio del modelo de mercado, la autogestión es el único camino. Frente a una censura monolítica, la diversidad de criterios y la auto-regulación de cada comunidad. Claro que nos queda tanto por descolonizar, y tanto por autogestionarnos, que al final del día las horas no nos cuadran. Se hace muy difícil autogestionarse el alimento, la energía, los cuidados, y por si fuera poco, las comunicaciones en todos sus entresijos.
La magia de las redes inalámbricas me cautivó desde que la descubrí, y fui la primera en subirme a un tejado cuando había que levantar una antena. Pero quería aprovechar estas líneas para compartir una sospecha que me viene asaltando de un tiempo a esta parte, en torno a las estrategias técnicas y comunicativas que las rodean.
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