Por qué se me atragantó El Dilema de las Redes Sociales

Este artículo fue publicado originalmente en Pikara Magazine, con quien APC mantiene un acuerdo de colaboración.

En el documental de Netflix se evidencia el modelo de negocios del capitalismo de los datos y de la economía de la atención en las plataformas masivas de interacción digital. Florencia Goldsman, colaboradora de Pikara Magazine y del proyecto de APC GenderIT.org, analiza la película con una mirada crítica y feminista.

¿Cuándo te das cuenta que tenés que ver una película como El dilema de las redes? En mi caso sentí el llamado cuando esa amiga que nunca entendió muy bien de qué trabajo me mandó un audio y me aseguró “lo que dice ese documental tiene todo que ver con lo que vos hacés”. Agregó que lo consideraba un tema urgente y cerró con que la problemática le preocupa mucho a raíz del uso de redes sociales que su retoño preadolescente esta iniciando.

Varias discusiones con mi padre alrededor de las falsas promesas del tecnosolucionismo me colocaron en el rol incómodo de ser la pesimista digital de la familia, pero bastó dicho documental para hacerlo cambiar de opinión. “Ahora creo entender a qué te referías”, fue el mensaje conciliador. Así mismo en una webconferencia mencioné el filme y una colega evitó explayarse porque según dijo el documental es “una trampa más del propio sistema”. Antes de desmerecer el tema, se había dividido el panel de conferenciantes y otra colega había mencionado que el documental tiene el nada despreciable mérito de ser chispa para encender el debate.

En mi recorrido personal trabajo desde hace años enfocada en abrir la discusión acerca de nuestros usos y apropiaciones de las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación), y también en cómo concebir una internet feminista. Por eso no pude evitar sentir una leve indignación cuando percibí que hay un efecto “abre ojos” en esta película y que tiene su origen en las explicaciones (o arrepentimientos light) pergeñadas por hombres blancos privilegiados que fueron en gran medida parte del problema (y que ahora perpetúan otros problemas importantes en otros sectores de la industria).

Durante todos estos años fue un gran desafío conseguir que las audiencias y colegas del mundo de la comunicación prestaran una mínima atención frente al problema de los monopolios tecnológicos, la erosión de la privacidad y el comercio masivo de datos al que se dedica el grupo de monopolios más conocido como GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft). Hoy es una de las cabezas del monstruo multiforme, Netflix, el que se pone en entredicho. Por tanto, ahora, ¡bienvenida a la discusión! El aporte de este artículo es agregarle un lente feminista interseccional a la película puesto que, en principio, hay voces en el filme que brillan por su ausencia.

Las voces autorizadas para escarbar en su propia mierda son, en esta peli, los varones que han trabajado y sofisticado el negocio del capitalismo de la vigilancia. En la cinta, una de las pocas voces realmente críticas la aporta la investigadora Shoshana Zuboff, autora de The Age of Surveillance Capitalism (2019), con su alerta sobre nuestro tránsito acelerado hacia un nuevo orden económico que reivindica la experiencia humana como materia prima gratuita para prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y venta. Zuboff, referente del pensamiento crítico al tecnosolucionismo, se ha dedicado a advertir que el desarrollo del capitalismo de la información y, en específico, de la vigilancia extrema no es un producto necesario de la tecnología digital o de internet. Este modelo actual es, en cambio, producto de decisiones económicas concretas guiadas en un modelo de ganancia a través de la venta de datos a los mercados publicitaros. Zuboff da su argumento desde adentro de la casa del amo: entrevistada en una producción de la propia Netflix. Otro gran pulpo del Silicon Valley: Netflix facturó casi 10 millones de dólares solo en el período de la pandemia.

¿Qué sentí cuando vi El dilema de las redes?

Ver El dilema de la redes me generó, primero, un poco de aburrimiento, pues los testimonios son extensos y el único de una mujer negra es muy breve. Negras, indígenas, migrantes o ciudadanes del sur global al parecer no tienen voz ni voto en la compleja explicación del advenimiento de esta nueva forma de capitalismo y sus consecuencias socioculturales.

El documental pone sobre la mesa cuestiones que las ciberfeministas, así como las agrupaciones de la sociedad civil que defienden los derechos digitales, venimos problematizando hace por lo menos diez años. Las preguntas acerca de las arbitrarias políticas de comunidad y el por qué de las decisiones misóginas de las redes sociales que censuran pezones de mujeres y personas menstruantes. Los cuestionamientos acerca de algoritmos basados en la popularidad y en la creación de cámaras de eco. El señalamiento de un continuum entre los sistemas de vigilancia fuera de línea con los que están en internet. Todos estos temas, y muchos mas, vienen siendo parte de la agenda de una parte del movimiento feminista que ha abordado el desarrollo de las tecnologías como un tema prioritario en la agenda política.

Anasuya Sengupta, poeta, autora, activista y experta en representación de las voces marginadas en internet, expresó hace unos días su desazón y falta de sorpresa tras ver el documental. En un hilo de Twitter le espetó a Tristan Harris (uno de los protagonistas del documental que propone una mirada más ética desde el diseño de las tecnologías): “¿Cómo vamos a transformar los violentos impactos distópicos de la gran tecnología si ni siquiera los técnicos blancos que han encontrado la conciencia pueden encontrar la historia y la humildad al mismo tiempo? ¿Fue imposible reconocer a los *muchos* activistas, académicos y otros de todo el mundo que han estado haciendo sonar las campanas de advertencia durante años?”.

En varios momentos de la peli me atraganto. Esto se debe a que el documental muestra que aquellos que fueron profundamente cómplices en la creación del monstruo digital no pueden (¿o no quieren?) transformarlo hoy. Asoma la intención de buscar una solución, pero no parecen poder liderar el camino hacia un cambio de raíz en un modelo capitalista extremo.

El documental muestra a los varones blancos burgueses del norte explicando a media sonrisa que metieron la pata, que “fueron ingenuos”, que en el furor de agigantar a esas empresas que hoy ganan millones de dólares (muchas veces exceptuándose de gravar impuestos y sin legislaciones que les regule y nos proteja) perdieron el rumbo y que hoy se arrepienten (un poquito, pues siguen trabajando en empresas con modelos de negocios bastante similares). El capitalismo de datos no es cuestionado por estos señores, tal vez son tocados algunos de sus efectos, los más grotescos y evidentes: como la manipulación emocional que ejercen los algoritmos de la comunidad de usuarias/cobayas que somos.

Esos sistemas tecnológicos tienen hoy responsabilidad en el crecimiento de los movimientos de extrema derecha alrededor del mundo y deben ser modificados (no anulados, no destruidos) para que el mundo no termine de implosionar. El documental muestra el supremacismo blanco en las calles como resultado de los sesgos de las plataformas, pero, ¡peligro!, no resulta muy cuidadoso cuando lo compara con el movimiento antirracista Black Life Matters, también en Estados Unidos. No, no son lo mismo y no es válida la comparación. No solo eso, sino que además esta industria está estimulando una relación con la naturaleza extractivista y depredadora. Esto asoma en El dilema, pero no busca soluciones profundas, tangibles y concretas.

Deshacer los nudos que ataron con silicio

Desde la periferia del mundo observamos y señalamos los planes de empresas como Facebook en contubernio con las compañías telefónicas para ofrecer servicios “gratuitos” en función de “ampliar la conectividad” a personas de bajos ingresos y marginadas, como es el conocido Internet.org o Free Basics. Estos planes han sido considerados como una “internet de segunda” que, bajo el pretexto de ofrecer acceso gratuito a determinadas aplicaciones como WhatsApp o Facebook, les permitió a las empresas colocarse como alternativas únicas y, además, darse a sí mismas desbordantes atribuciones de control sobre internet.

En un contexto en el que acceder a internet para muchas personas significa solo interactuar con dos megamonopolios (Facebook y Google), se juega no solo una “internet de los pobres”, sino también las configuraciones culturales, educativas y económicas del planeta. El extractivismo de la atención se mezcla con consecuencias impredecibles que tenemos que buscar evitar y cuestionar con mirada crítica.

Las feministas reclamamos otras algoritmias. Como escribieron Liliana Zaragoza y Anna Akhmatova en un manifiesto dedicado a estas fórmulas matemáticas que rigen el presente: nos negamos a que algoritmo sea sinónimo de aceptar la opacidad y la mística tecnológica propagandeada por corporaciones, la cual dicta que los datos son de código cerrado, perfectos, sin errores, dotados de absoluta verdad. “Queremos que los algoritmos sigan siendo matemáticos pero nunca más dogmáticos: vamos a extirparles todo cálculo colonialista. Todo aspecto prescriptivo. Toda ambición unificante. Vamos a castrarle de una vez por todas su asquerosa hambre misógina”. Los términos y condiciones los ponemos nosotres. No queremos tener que aceptar nada.

No podemos hacerlo solas, necesitamos información actualizada y debates en todos los idiomas. Como señala Renata Ávila: “Para tirar abajo el colonialismo digital necesitamos gobiernos, municipios, regiones, cooperativas, formas colectivas de innovación social y colaboración. Necesitamos que todos tomen conciencia de lo que está en juego, para que podamos recuperar nuestra infraestructura pública y construir nuestras propias plataformas sostenibles para el futuro”.

Un cambio de raíz sobre el actual reinado tecnológico nos impone exige acciones radicales. Entre otras, no aceptar que la concepción de tecnología sea sinónimo directo de máquinas, dispositivos y plataformas de redes sociales corporativas. El cambio requiere ampliar nuestros imaginarios: diseñar estrategias de cuidado digital, narrativas utópicas, lucha y pensarlas también como nuestras tecnologías.


Nota de la autora: Agradezco la lectura previa del artículo por la Dra. Graciela Natansohn de la Universidad Federal de Bahia (Brasil).

Ilustración: Señora Milton

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